En una pequeña iglesia de campo, colgaba una lámpara del techo. Cada domingo, su luz humilde iluminaba los rostros de quienes cantaban, lloraban o oraban en silencio. No era muy brillante, pero era suficiente para dar calor y claridad al lugar.
Con el tiempo, llegaron nuevas luces: modernas, blancas y radiantes. La vieja lámpara, cubierta de polvo, comenzó a sentirse desplazada.
Ya no sirvo pensó. Mi luz es débil, mi tiempo ha pasado.
Pero un día, una fuerte tormenta oscureció la iglesia. La electricidad falló y todas las luces modernas se apagaron… excepto aquella vieja lámpara. Seguía brillando, conectada a un pequeño generador que el pastor había olvidado desconectar.
Su luz, débil pero constante, guió a los miembros de la iglesia hasta la salida. Algunos lloraron al verla encendida, recordando los años en que esa misma lámpara había iluminado sus oraciones más sinceras y sus momentos más difíciles.
Cuando volvió la energía, todos comprendieron algo importante: no se trata de ser la luz más brillante, sino de mantenerse encendida cuando los demás se apagan. La verdadera fuerza no siempre se nota en el brillo, sino en la constancia.

